Juan Pablo es un ser invisible en los
tantos metros cuadrados que cobran sentido bajo el nombre tortuoso, hipócrita y
sofisticado de aula de clase. Juan Pablo siente que su presencia es etérea e
insuficiente para el resto de los mortales que caminan erguidos. Personajes melancólicos
que de vez en cuando miran abajo para tirarle una moneda. A partir de ese
momento Juan Pablo se convierte en el símbolo inescrutable del fin de una era.
Un pedazo de historia en donde los estudiantes eran sujetos críticos, reflexivos,
pensantes, controversiales, irónicos. Mejor dicho, eran todo lo que los
docentes no pudieron ser porque el miedo, la sumisión y las creencias hacían
parte del ADN del respeto y la obediencia, que como para variar, le habían
impedido ser invitados a la ceremonia de la felicidad. De un momento a otro el
sentido de las palabras respeto y obediencia, tan publicitadas en otros
tiempos, traducían tristemente ese concepto terrorista y cobarde que algunos
denominan con suficiente pavor con el nombre de venganza.
En aquellos tiempos aciagos la hierática fantasía
educativa creo un personaje sombrío de carne y hueso que habla, se mueve y
actúa como si fuese un o una docente. Se
inventó también a un adulto en miniatura que debía hacer y hacer tareas insufribles,
ejercicios abusivos, y si, que tuvieran una afición innegociable: repetir y
repetir. Hacer y repetir son una especie de verbos del diccionario de la
sumisión que achican efectivamente el camino para lucir banderitas en el pecho.
Juan Pablo observa la banderita tricolor
en el pecho luminoso de William. Su rostro representa la intensa precariedad
por la que pasan los estudiantes de estos tiempos. Para él la bandera de
Colombia implica que la selección de fútbol jamás ganará el campeonato mundial
que se jugará en la enigmática Rusia. Sin importar que los separadores de las
avenidas del país se atiborren de camisetas de pésima calidad, a pesar que los
periodistas de WINSPORTS incendiados
de patriotismo nos sigan vendiendo oleadas de utopías que estupidizan de
nacionalismo una verdad que hace parte de la melodía de los sueños
incumplibles.
Mario, Juan Pablo y Margarita son bichos
de otro ecosistema que coloca en tensión el resto del reino educativo. Son las
voces extrañas e impertinentes de una generación de muchachos que ya no
encuentran su lugar en éste mundo de canallas, para la que el único tiempo
posible es el pasado, y que quedarán, irremediablemente, fuera, aislados y
rezagados. El aula de clase tiene de todo y carece de todo. Tiene televisores
inteligentes, cámaras con tecnología de punta, video beam de última generación,
aires acondicionados, enseres de buena calidad, libros interesantes para cada
estudiante, alimentación y transporte. La lucha contra el hambre y la deserción
se está ganando.
Pero, siempre hay un pero, que es de más
envergadura que lo que está por fuera de ese, pero. La intimidación es un
recurso lingüístico eficiente, la amenaza no es una metáfora literaria, los
castigos no hacen parte solamente de la Novela Crimen y castigo, las calificaciones son una especie de condena
inmodificable que lapida socialmente al estudiante. No se puede pensar por sí
mismo, para eso están los libros hipersagrados, pero tranquilos, que no cunda el pánico, que si se pierde
una asignatura, ¿pierden?, se puede aprobar con la traída de una llanta, una
planta ornamental o asistir a un ritual religioso. Heme aquí el aula de clase,
bienvenidos, se lee por todos los lados.
Los docentes de ésta aula de clase no
existen en ninguna institución educativa, estoy seguro. Por tanto, este texto
es ficción pura, quiero que lo sepan, son fantasías que acostumbro a escribir
solo para tironear las neuronas, para no entender, y que me importe un culo,
los 9 casos de factorización que me atormentaron en el pasado. Para crear en mi
lógica enrevesada una matemática chusca, y creer en medio de ésta bufonada
narrativa, que por fin, ni más faltaba, 5 por 8 es 58. Quiero creer, de vez en
cuando, que mamarle gallo al barbudo Aurelio Baldor es un pasatiempo relativamente
interesante. Es posible que ese o esa docente, se encuentre, de pronto a punto
de pensionarse, y no entienda que el mundo cambió mientras él o ella “dictaban”
clases, y los muchachos que intentaba formar, sin que él o ella se diera cuenta,
le dieron clic en la tecla “eliminar” para que la felicidad fuese completa.
A Juan Pablo, Mario y Margarita y al
profesor Antonio ya nadie los puede ayudar más. En ese instante comienza para
ellos el camino vertiginoso hacía el desamparo que los llevará inexorablemente
a dormir en la banca de un parque solitario en una ciudad tercermundista y
fría. Las tantas batallas intimas que libraron cuando uno percibía el mundo
desde la enseñanza y los otros pretendían la felicidad desde las florituras del
aprendizaje fue una estafa estrepitosa.
Los cuatro se miran con extrañeza, no es
un odio recetario, no hay espíritu de venganza, nadie quiere recordar lo que
pasó ciertamente, charlan sin acudir al espejo retrovisor de las culpas mutuas.
Antonio tiene 80 años y disfruta poco con los recuerdos que le arranca de vez
en cuando a una demencia progresiva, que le hace ver la vida que tuvo como si
fuera un cortocircuito. Se apoya con visible torpeza en un bastón de aluminio y
madera que le permite trasladarse todos los días a la banca de cemento del
parque. Ahí se reúne con zapateros confusos, prostitutas irredimibles y locos
estrenando discurso a las 4 de la tarde, llueva, truene o relampaguee.
El lunes le habló a Juan Pablo, a Mario y a
Margarita de 3 estudiantes que ayudó a formar en Valledupar. Las lágrimas que
brotan de sus ojos verdes advierten que la vejez ablanda todo. Los jodìa, - dijo con voz quejumbrosa-, porque los quería, y saben qué, ellos pensaban que yo quería el
mal para ellos, - tose y escupe-
simplemente éramos de tiempos distintos, y ahora lo entiendo. – Mira el
mundo y le parece más pequeño que nunca- Ojalá
estuviesen aquí, para decirles, mil disculpas muchachos, estuve equivocado
siempre, pero no me arrepiento de nada.
Los muchachos observaron los pasos
vacilantes del viejo profesor cuando se alejaba. Se miraron entre sí. Sonrieron
con amargura, con ironía creciente, con sorna, sin capitular, sin perdonarle
los malos ratos. Entendiendo que los tiempos hace que las personas piensen
distinto, comprender que eso no los hace ni buenos, ni malos, pero nojoda,
estar tranquilos, absolutamente convencidos, que es posible que hayamos estado
equivocados siempre, pero que al igual que el viejo profesor, no nos
arrepentimos de nada.
Por mucho tiempo nos creímos diferentes,
pero al final, terminamos pareciéndonos en todo.
Juan Pablo, Mario y Margarita se alejan
con pasos vacilantes. Ya no sonríen, no ironizan con nada, no saben que es la
sorna, capitularon en todo, viven de los malos ratos. 3 bastones de aluminio y
madera apoyan el largo camino de retorno del parque al ancianato donde esperan
con furiosa impaciencia la llegada de la muerte.
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