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viernes, 9 de junio de 2017

Como se nota que no has escuchado a Joaquìn Sabina.


     El pueblo donde nací es como un boquete en la roca. Seco y húmedo, dependiendo de la cantidad de afecto que hayas derramado por el en los últimos 50 años. Ya sé que éramos potros de pantalones estrechos hasta las rodillas que no era más que una forma rabiosa de copiar la libertad que se gritaba en la Cuba de los barbudos de Bahía cochinos. Las ideas propias no se encasquillan como las balas. Alguien lo dijo.
     El colegio donde intentaron enseñarme “algo” es como un boquete en la roca también. Encasquillado, con barricadas por todos los lados, chapuceando en una cantidad de prejuicios que lo han convertido en una catedral de rezagos, en donde los maestros no se han leído siquiera 10 libros en toda la vida. El problema no es que no lean, el problema es sobre ¿qué  objetos de conocimiento de la ciencia o frente a qué construcciones didácticas enseñan? Para ese tiempo ya soñaba con una escuela para niños y jóvenes cimarrones sin otro reglamento que el entusiasmo de dudar.
     Ese colegio inmaculado, perfecto, disciplinado, vacío de ideas y repleto de estudiantes donde intentaron formarme te va robando las palabras, lo más importante de esas palabras, su apellido principal: el silencio. El silencio es el héroe en la guerra de la aceptación, pero como todo mundo hace palabras maltrechas, pocos saben callar, la mayoría crece con modales de gente mafiosa, y él Colegio, es decir, sus docentes, dispuestos a partir la piñata. Y a celebrar.
     A veces recuerdo con claridad, los recuerdos no me los pudieron robar, eso creo, que el Profesor Roncallo, nos enseñaba a ser “vivos” con una plegaria perversa que jamás olvido: ¡el que espabila pierde, papaya puesta, papaya partía¡ Ese lenguaje fanático estigmatiza, convierte en peligroso todos los lugares, hace que seamos enemigos de nosotros mismos, nos hace arrogantes en el fracaso escolar, y obvio, todos a varias manos hemos garantizado que la mediocridad y la ignorancia hagan parte de nuestro himno nacional. Por incultura desde la clase de Religión intentaban dirigir la vida, sin antes vivirla desde los púlpitos y los confesionarios. Debiera estar hablando de Argumentación teórica o de experimentos científicos, ¿cierto?, debiéramos estar leyendo a Ulises de Joyce, pero no, a la vuelta de la Plaza comercial Los Mayales, se sentía un odio chiquitico, que después se convertiría en fanatismo larvado. Más tarde hablamos de la Selección Colombia y de los desafectos entre Zidane y James, eso es muy, pero muy importante para la salud mental de los colombianos. ¿Les parece?
     ¡Qué vaina, mi Universidad, también está en un boquete¡ Perfumada de emprendimiento y de empresarismo, conectada con todo y des-conectada de todo. Internacional y parroquiana: hacedora de mentiras y colocando bajo sospecha los pregones insatisfechos de la cultura. Sueño con una Universidad que una a varias y variadas generaciones de colombianos, y no es vanidad, es lo que dicen los buenos libros que he leído. Los buenos libros, esos que se le recomiendan a los poquísimos estudiantes que se quieren “envenenar” con sus fragancias ilimitadas, permiten darle una patada brutal en el trasero a las certezas que nos van inventado en las clases o aliviando el vacío de las ausencias que elabora Borges en una larga noche de lecturas.
     Ese Colegio donde me formé, eso creo. Esa Universidad donde continué mi formación, tengo dudas. Me hace menos cínico, por lo de la edad, obvio, me afectan más las lluvias, así las ame más, me desengaño con más prontitud, así duela más el alma. Entiendo menos, ya me lo han dicho infinidad de veces, pero sé que mis nietas pertenecen a una generación que va a vivir peor que sus padres y que sus abuelos, por supuesto, con pésimas escuelas, hospitales terribles y menos esperanzas de trabajo, y la frustración dejará de ser una palabra confiable, para convertirse en un reggaetón lastimero denominado corrupción. Ahora me importa el cambio climático más que nunca y el desmoronamiento de los glaciares me ha borrado la sonrisa. Voy rumbo al sexto piso inexorablemente.
     La educación de ayer y de hoy, y eso, qué pena ha cambiado poco, hace que los estudiantes salgan cada mañana al balcón de la casa que no tienen a reírse de todo y a escupir a dos de cada persona que se parecen a ellos, que transitan religiosamente por la acera. Instagram ha hecho la tarea con espectacularidad. Ah, otra cosa, la estupidez como práctica social, es peor que la maldad. Una educación de mala calidad es la compinche estúpida del Whatsapp. Razonar y watsapear siempre serán invitados a fiestas diferentes.
    Por ello cuando leemos el desespero institucional o el más irrebatible cinismo en las oraciones “Educamos con lecciones de vida” o “Educamos para el desarrollo”, debemos admitir con tristeza que esa es la gran utopía de los colombianos. Las instituciones educativas en todas sus presentaciones y en todos los metalenguajes de sus frases publicitarias ofrecen adoctrinamiento al por mayor y sectarismo recurrente. Esto no es un problema de estado, es una enfermedad social que carcome las estructuras socioculturales del futuro del país delante de las narices de todos.
     El pueblo, el Colegio, la Universidad donde nací o donde crecí, o de donde hui, afortunadamente, o donde intentaron formarme permanece perplejo, perpleja, como un boquete en la roca. Por mero gusto sigo aquí, ya no sé si arrancando con indignación el afiche que me recuerda mis épocas de pantalón corto, los centros literarios y las clases de ridículo intentando cantar: quiero morirme como mueren los inviernos/ bajo el silencio de una noche veraniega/ quiero morirme como se muere mi pueblo/serenamente sin quejarme de ésta pena/ quiero el sepulcro de una noche sin luceros/ luego resucitar para una luna parrandera. 
     No sé, se los confieso, si es obstinación o felicidad, debe ser felicidad, pues como la felicidad es búsqueda, sigo haciéndome la pregunta del millón: ¿Cómo aprenden mis estudiantes, qué quieren aprender, cómo enseño, qué enseño? Qué les interesa aprender, para salir lo más rápido posible de ese boquete en la roca que se llama Colegio o Universidad, o sociedad, o que se quieran quedar como yo, por mero gusto.
     Sabina observa el boquete en la roca, y dice: Porque a veces no basta un porque sí/ Prefiero seguir dudando/ Entre el depende y el cuándo/ Entre lo duro y lo blando/ Ni tan puro ni tan ruin. Me acusas de jugar siempre al empate/ Me acusas de no presentar batalla/ Me acusas de empezar cada combate/ tirando la toalla. 



Juan Pablo, Mario y Margarita.


     Juan Pablo es un ser invisible en los tantos metros cuadrados que cobran sentido bajo el nombre tortuoso, hipócrita y sofisticado de aula de clase. Juan Pablo siente que su presencia es etérea e insuficiente para el resto de los mortales que caminan erguidos. Personajes melancólicos que de vez en cuando miran abajo para tirarle una moneda. A partir de ese momento Juan Pablo se convierte en el símbolo inescrutable del fin de una era. Un pedazo de historia en donde los estudiantes eran sujetos críticos, reflexivos, pensantes, controversiales, irónicos. Mejor dicho, eran todo lo que los docentes no pudieron ser porque el miedo, la sumisión y las creencias hacían parte del ADN del respeto y la obediencia, que como para variar, le habían impedido ser invitados a la ceremonia de la felicidad. De un momento a otro el sentido de las palabras respeto y obediencia, tan publicitadas en otros tiempos, traducían tristemente ese concepto terrorista y cobarde que algunos denominan con suficiente pavor con el nombre de venganza.
     En aquellos tiempos aciagos la hierática fantasía educativa creo un personaje sombrío de carne y hueso que habla, se mueve y actúa como si fuese un o una docente.  Se inventó también a un adulto en miniatura que debía hacer y hacer tareas insufribles, ejercicios abusivos, y si, que tuvieran una afición innegociable: repetir y repetir. Hacer y repetir son una especie de verbos del diccionario de la sumisión que achican efectivamente el camino para lucir banderitas en el pecho.
     Juan Pablo observa la banderita tricolor en el pecho luminoso de William. Su rostro representa la intensa precariedad por la que pasan los estudiantes de estos tiempos. Para él la bandera de Colombia implica que la selección de fútbol jamás ganará el campeonato mundial que se jugará en la enigmática Rusia. Sin importar que los separadores de las avenidas del país se atiborren de camisetas de pésima calidad, a pesar que los periodistas de WINSPORTS incendiados de patriotismo nos sigan vendiendo oleadas de utopías que estupidizan de nacionalismo una verdad que hace parte de la melodía de los sueños incumplibles.
     Mario, Juan Pablo y Margarita son bichos de otro ecosistema que coloca en tensión el resto del reino educativo. Son las voces extrañas e impertinentes de una generación de muchachos que ya no encuentran su lugar en éste mundo de canallas, para la que el único tiempo posible es el pasado, y que quedarán, irremediablemente, fuera, aislados y rezagados. El aula de clase tiene de todo y carece de todo. Tiene televisores inteligentes, cámaras con tecnología de punta, video beam de última generación, aires acondicionados, enseres de buena calidad, libros interesantes para cada estudiante, alimentación y transporte. La lucha contra el hambre y la deserción se está ganando.
     Pero, siempre hay un pero, que es de más envergadura que lo que está por fuera de ese, pero. La intimidación es un recurso lingüístico eficiente, la amenaza no es una metáfora literaria, los castigos no hacen parte solamente de la Novela Crimen y castigo, las calificaciones son una especie de condena inmodificable que lapida socialmente al estudiante. No se puede pensar por sí mismo, para eso están los libros hipersagrados, pero tranquilos, que no cunda el pánico, que si se pierde una asignatura, ¿pierden?, se puede aprobar con la traída de una llanta, una planta ornamental o asistir a un ritual religioso. Heme aquí el aula de clase, bienvenidos, se lee por todos los lados.
     Los docentes de ésta aula de clase no existen en ninguna institución educativa, estoy seguro. Por tanto, este texto es ficción pura, quiero que lo sepan, son fantasías que acostumbro a escribir solo para tironear las neuronas, para no entender, y que me importe un culo, los 9 casos de factorización que me atormentaron en el pasado. Para crear en mi lógica enrevesada una matemática chusca, y creer en medio de ésta bufonada narrativa, que por fin, ni más faltaba, 5 por 8 es 58. Quiero creer, de vez en cuando, que mamarle gallo al barbudo Aurelio Baldor es un pasatiempo relativamente interesante. Es posible que ese o esa docente, se encuentre, de pronto a punto de pensionarse, y no entienda que el mundo cambió mientras él o ella “dictaban” clases, y los muchachos que intentaba formar, sin que él o ella se diera cuenta, le dieron clic en la tecla “eliminar” para que la felicidad fuese completa.
     A Juan Pablo, Mario y Margarita y al profesor Antonio ya nadie los puede ayudar más. En ese instante comienza para ellos el camino vertiginoso hacía el desamparo que los llevará inexorablemente a dormir en la banca de un parque solitario en una ciudad tercermundista y fría. Las tantas batallas intimas que libraron cuando uno percibía el mundo desde la enseñanza y los otros pretendían la felicidad desde las florituras del aprendizaje fue una estafa estrepitosa.
     Los cuatro se miran con extrañeza, no es un odio recetario, no hay espíritu de venganza, nadie quiere recordar lo que pasó ciertamente, charlan sin acudir al espejo retrovisor de las culpas mutuas. Antonio tiene 80 años y disfruta poco con los recuerdos que le arranca de vez en cuando a una demencia progresiva, que le hace ver la vida que tuvo como si fuera un cortocircuito. Se apoya con visible torpeza en un bastón de aluminio y madera que le permite trasladarse todos los días a la banca de cemento del parque. Ahí se reúne con zapateros confusos, prostitutas irredimibles y locos estrenando discurso a las 4 de la tarde, llueva, truene o relampaguee.    
     El lunes le habló a Juan Pablo, a Mario y a Margarita de 3 estudiantes que ayudó a formar en Valledupar. Las lágrimas que brotan de sus ojos verdes advierten que la vejez ablanda todo. Los jodìa, - dijo con voz quejumbrosa-, porque los quería, y saben qué, ellos pensaban que yo quería el mal para ellos, - tose y escupe- simplemente éramos de tiempos distintos, y ahora lo entiendo. – Mira el mundo y le parece más pequeño que nunca- Ojalá estuviesen aquí, para decirles, mil disculpas muchachos, estuve equivocado siempre, pero no me arrepiento de nada.
     Los muchachos observaron los pasos vacilantes del viejo profesor cuando se alejaba. Se miraron entre sí. Sonrieron con amargura, con ironía creciente, con sorna, sin capitular, sin perdonarle los malos ratos. Entendiendo que los tiempos hace que las personas piensen distinto, comprender que eso no los hace ni buenos, ni malos, pero nojoda, estar tranquilos, absolutamente convencidos, que es posible que hayamos estado equivocados siempre, pero que al igual que el viejo profesor, no nos arrepentimos de nada.
     Por mucho tiempo nos creímos diferentes, pero al final, terminamos pareciéndonos en todo. 

     Juan Pablo, Mario y Margarita se alejan con pasos vacilantes. Ya no sonríen, no ironizan con nada, no saben que es la sorna, capitularon en todo, viven de los malos ratos. 3 bastones de aluminio y madera apoyan el largo camino de retorno del parque al ancianato donde esperan con furiosa impaciencia la llegada de la muerte.   
 
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