Las
ciudades no tienen edad. Podría tener setenta años pero conserva su figura
elegante. Viste jeans azul, blusa blanca, chaqueta café y ocultaba sus ojos
tras unas gafas verdosas. Camina con parsimonia, como desafiando el tiempo,
dejando que las acuarelas de la vida le jueguen una mala pasada a cada momento.
Es una
fría noche de Marzo de 2016. En una mano porta un bastón de madera y en la otra
un acordeón para musicalizar las viejas melancolías. Se sentó en una silla de
cuero negro y comenzó a hacer cantar las palabras, a hipnotizar con nostalgias
a los asistentes de la cuarta fila. El concierto apenas entraba en calor.
Durante
más de una hora la dama compartió su amor por la vida, por los inventos retóricos de la mente
humana, inmortalizó los miedos y los dioses. Recordó con milimétrica exactitud a
Facundo Cabral, en su último
concierto en Guatemala: "Mi madre era una mujer grandiosa, divina,
durísima, porque cuando tenía nueve años, cuando me fui, me dijo que ése era el
último regalo que me daba. El primero había sido la vida y el segundo, y último,
la libertad para vivirla". Apuntaló
los recuerdos sin saltarse ninguno, sin que algunos de ellos por su dureza y
crueldad le indicaran la sal de las heridas y el tamaño de los dolores que
colorean los fracasos.
El viejo Renault 4 la esperaba parqueado debajo
del árbol de mango. Eran las tres de la mañana. Sacó un cigarrillo Piel roja de
la chaqueta, buscó fuego en la hoguera de la madrugada, en la guantera
desvencijada, en el infierno de la demencia. Fumó con simpleza el cigarro,
muerta de miedo. Encendió el motor y se marchó escogiendo el lado más oscuro de
sus temores como punto de partida, como punto de llegada.
Las ciudades no tienen memoria. El mototaxista
viste un pantalón oscuro, un suéter rojo, tiene veinticinco años, un rostro sin
importancia, chamarra negra, casco plateado, una mirada sin intereses. Ha
pasado por la misma esquina tres veces. Las mismas veces que ha sobrevivido a
las tres vidas que ha tenido: miserable, pobre y sobreviviente. Ni
transportador, ni sicario, ni Don Juan, ni padre de familia, ni dios del
rebusque; sobreviviente sin más.
Todos saben que primero perteneció a una
organización de élite, élite criminal, como las de la politiquería, la
religión, los contratistas, esos, con perfumes de distintos precios, pero con
la misma memoria de rufianes. Después montó
su propio cartelito, delimitó con sangre un territorio, diez cuadras de
derecha a izquierda, quince suicidas para la ceremonia de la vida, y el resto
lo hace la prensa amarillista. No más.
Después aparecen los panfletos amenazantes, los
grupos de limpieza, y el resto lo hace el olvido. El olvido es un espacio conceptual
sin tiempo, sin distancias. Es un monstruo invisible que se adueña de la
memoria y se hace imprescindible para materializar la felicidad. Yo hablando de felicidad. Bueno la
felicidad ha creado el olvido para que nuestros familiares, amigos y enemigos
puedan elegir sus nuevas víctimas, para que el círculo de la venganza siga de
fiesta.
Las ciudades son crueles. El sobreviviente se
asoma a las glamorosas vidrieras del centro comercial de moda. Tiene puesta la
mejor pinta, huele a Maria farina, cincuenta mil pesos en el bolsillo. La novia
sonríe. Es alta, cabellera rubia cayendo en cascada sobre los hombros de atleta
holandesa, luce una falda de jean, una blusa de encajes que deja al descubierto
las huellas del sol remarcadas en la espalda bronceada.
Él la mira con angustia, los gustos de ella
asustan, el centro comercial más temprano que tarde se encargará de ubicar a
cada quien en su justo estrato socioeconómico. A esos dolores debe acostumbrarse.
Los vigilantes no pierden el tiempo observando
al sobreviviente, para eso están las cámaras de seguridad, obviamente
concentran toda la atención en la belleza asfixiante de la desafortunada novia.
El personal de limpieza los persigue con
moderada cautela, las empleadas los escanean, cincuenta mil pesos no ameritan
los simulados “buenos días”, mucho
menos, el hipócrita “a la orden doctor”.
Las apariencias aquí no son suficientes.
A las siete de la noche la ciudad muestra su máxima hostilidad al
sobreviviente y a la hermosa novia. Llueve torrencialmente. Son las once de la
noche, ELECTRICARIBE contribuye con su cuota de desgracias, la ciudad está en
tinieblas. La novia recuesta su cuerpo escultural al aturdido sobreviviente. La
pobreza entumece, le envía mensajes de terror al cerebro, las respuestas se
llenan de palabras piadosas, de excusas miserables.
El agua penetra por el hueco que tiene la suela
del zapato izquierdo, el pedazo de cartón sucumbe ante la voracidad del agua. Alguna
vez leí, que “el agua es vida”. -Puta vida-, susurra el sobreviviente. -Nos vamos-. Dice la novia. No la
escucha.
Observa al resto de habitantes del centro
comercial. Todos, en absoluto, todos, comen, ríen, juegan, transan, viven; se
besan, se dicen cosas lindas, negocian los problemas, cuestionan el cambio
climático, desafían las lógicas… su cerebro de sobreviviente piensa que la
palabra felicidad viaja en camioneta.
-Nos vamos
amor-. Insiste la novia. No la
escucha. Ella lo entiende. Un bolsillo vacío inventa la sordera como mecanismo
de defensa. Ella se marcha entre la lluvia. Ya comprendió cómo funciona el
mundo de los sobrevivientes. No mira hacia atrás. Admite con juiciosa estupidez
que no está llorando, es la lluvia, lo reconoce sin malicia alguna, maldita
lluvia, quien desborda ríos de angustia sobre su rostro.
La lluvia se permite una tregua, vuelve la luz
eléctrica, el centro comercial sigue como si nada. El sobreviviente y la
hermosa novia hacen parte de ese mundo insólito creado por la mente humana;
como el centro comercial, como las camionetas, los celulares, el poder, la
vida, la muerte.
Sin embargo, bajo las sombras de la noche un
sobreviviente y su novia inventarán obcecadamente el abecedario de la
sobrevivencia, olvidando con total desfachatez que son invisibles para el
resto, o, que solo son tal para cual, como dice la canción, dramáticamente
invisibles.
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