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miércoles, 22 de junio de 2016

El abecedario de la sobrevivencia


Las ciudades no tienen edad. Podría tener setenta años pero conserva su figura elegante. Viste jeans azul, blusa blanca, chaqueta café y ocultaba sus ojos tras unas gafas verdosas. Camina con parsimonia, como desafiando el tiempo, dejando que las acuarelas de la vida le jueguen una mala pasada a cada momento.
Es una fría noche de Marzo de 2016. En una mano porta un bastón de madera y en la otra un acordeón para musicalizar las viejas melancolías. Se sentó en una silla de cuero negro y comenzó a hacer cantar las palabras, a hipnotizar con nostalgias a los asistentes de la cuarta fila. El concierto apenas entraba en calor.
Durante más de una hora la dama compartió su amor por la  vida, por los inventos retóricos de la mente humana, inmortalizó los miedos y los dioses. Recordó con milimétrica exactitud a Facundo Cabral, en su último concierto en Guatemala: "Mi madre era una mujer grandiosa, divina, durísima, porque cuando tenía nueve años, cuando me fui, me dijo que ése era el último regalo que me daba. El primero había sido la vida y el segundo, y último, la libertad para vivirla". Apuntaló los recuerdos sin saltarse ninguno, sin que algunos de ellos por su dureza y crueldad le indicaran la sal de las heridas y el tamaño de los dolores que colorean los fracasos.
El viejo Renault 4 la esperaba parqueado debajo del árbol de mango. Eran las tres de la mañana. Sacó un cigarrillo Piel roja de la chaqueta, buscó fuego en la hoguera de la madrugada, en la guantera desvencijada, en el infierno de la demencia. Fumó con simpleza el cigarro, muerta de miedo. Encendió el motor y se marchó escogiendo el lado más oscuro de sus temores como punto de partida, como punto de llegada.
Las ciudades no tienen memoria. El mototaxista viste un pantalón oscuro, un suéter rojo, tiene veinticinco años, un rostro sin importancia, chamarra negra, casco plateado, una mirada sin intereses. Ha pasado por la misma esquina tres veces. Las mismas veces que ha sobrevivido a las tres vidas que ha tenido: miserable, pobre y sobreviviente. Ni transportador, ni sicario, ni Don Juan, ni padre de familia, ni dios del rebusque; sobreviviente sin más.
Todos saben que primero perteneció a una organización de élite, élite criminal, como las de la politiquería, la religión, los contratistas, esos, con perfumes de distintos precios, pero con la misma memoria de rufianes. Después montó  su propio cartelito, delimitó con sangre un territorio, diez cuadras de derecha a izquierda, quince suicidas para la ceremonia de la vida, y el resto lo hace la prensa amarillista. No más.
Después aparecen los panfletos amenazantes, los grupos de limpieza, y el resto lo hace el olvido. El olvido es un espacio conceptual sin tiempo, sin distancias. Es un monstruo invisible que se adueña de la memoria y se hace imprescindible para materializar la felicidad. Yo hablando de felicidad. Bueno la felicidad ha creado el olvido para que nuestros familiares, amigos y enemigos puedan elegir sus nuevas víctimas, para que el círculo de la venganza siga de fiesta.
Las ciudades son crueles. El sobreviviente se asoma a las glamorosas vidrieras del centro comercial de moda. Tiene puesta la mejor pinta, huele a Maria farina, cincuenta mil pesos en el bolsillo. La novia sonríe. Es alta, cabellera rubia cayendo en cascada sobre los hombros de atleta holandesa, luce una falda de jean, una blusa de encajes que deja al descubierto las huellas del sol remarcadas en la espalda bronceada.
Él la mira con angustia, los gustos de ella asustan, el centro comercial más temprano que tarde se encargará de ubicar a cada quien en su justo estrato socioeconómico. A esos dolores debe acostumbrarse.
Los vigilantes no pierden el tiempo observando al sobreviviente, para eso están las cámaras de seguridad, obviamente concentran toda la atención en la belleza asfixiante de la desafortunada novia.
El personal de limpieza los persigue con moderada cautela, las empleadas los escanean, cincuenta mil pesos no ameritan los simulados “buenos días”, mucho menos, el hipócrita “a la orden doctor”. Las apariencias aquí no son suficientes.    
A las siete de la noche  la ciudad muestra su máxima hostilidad al sobreviviente y a la hermosa novia. Llueve torrencialmente. Son las once de la noche, ELECTRICARIBE contribuye con su cuota de desgracias, la ciudad está en tinieblas. La novia recuesta su cuerpo escultural al aturdido sobreviviente. La pobreza entumece, le envía mensajes de terror al cerebro, las respuestas se llenan de palabras piadosas, de excusas miserables.
El agua penetra por el hueco que tiene la suela del zapato izquierdo, el pedazo de cartón sucumbe ante la voracidad del agua. Alguna vez leí, que “el agua es vida”. -Puta vida-, susurra el sobreviviente. -Nos vamos-. Dice la novia. No la escucha.
Observa al resto de habitantes del centro comercial. Todos, en absoluto, todos, comen, ríen, juegan, transan, viven; se besan, se dicen cosas lindas, negocian los problemas, cuestionan el cambio climático, desafían las lógicas… su cerebro de sobreviviente piensa que la palabra felicidad viaja en camioneta.
-Nos vamos amor-. Insiste la novia. No la escucha. Ella lo entiende. Un bolsillo vacío inventa la sordera como mecanismo de defensa. Ella se marcha entre la lluvia. Ya comprendió cómo funciona el mundo de los sobrevivientes. No mira hacia atrás. Admite con juiciosa estupidez que no está llorando, es la lluvia, lo reconoce sin malicia alguna, maldita lluvia, quien desborda ríos de angustia sobre su rostro.
La lluvia se permite una tregua, vuelve la luz eléctrica, el centro comercial sigue como si nada. El sobreviviente y la hermosa novia hacen parte de ese mundo insólito creado por la mente humana; como el centro comercial, como las camionetas, los celulares, el poder, la vida, la muerte. 
Sin embargo, bajo las sombras de la noche un sobreviviente y su novia inventarán obcecadamente el abecedario de la sobrevivencia, olvidando con total desfachatez que son invisibles para el resto, o, que solo son tal para cual, como dice la canción, dramáticamente invisibles.  






    

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