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martes, 22 de julio de 2014

YO TAMBIÉN QUIERO REENCARNAR EN GABO



Para escribir ese vallenato de más de 300 páginas que los latinoamericanos consideramos el catecismo sociocultural que nos representa ante los ojos del mundo, y por el cual, un día cualquiera del remoto año de 1982, acompañado de sus amigos entrañables, de esa música terrígena que siempre le asaltó las nostalgias del corazón, cantada con el sabor vernáculo de la voz de Poncho Zuleta, a esa rapsodia encantadora, llamada “Cien años de soledad”, le entregaban un sofisticado galardón literario, de esos que todo escritor rechaza en público, pero que adora en la intimidad, denominado Premio Nobel.
Para seguir escribiendo a golpe de cumbia hasta los 87 años sabiendo de sobra que en cada libro publicado sus lectores, busquen inexorablemente detrás de cada palabra musical, de cada frase luminosa y alrededor de las metáforas caribeñas a Remedios la bella, al Coronel Aureliano Buendía o a cualquier patriarca latinoamericano escuchando las historias pintorescas de la bonanza bananera de Rio frío hasta Aracataca.

Para ser respetado por ser amigo de Fidel Castro, el dictador que se ganó el privilegio de leer primero que nadie lo que Gabo escribía. Por ser amigo, hasta que le propinara un puñetazo, transido de celos, por un malentendido de faldas nunca explicado, sostiene Plinio Apuleyo Mendoza del pedante, soberbio y ultraderechista, pero excelente escritor peruano, Mario Vargas Llosa. Amigo de Álvaro Castaño, pionero de las lúcidas ideas que permitieron emerger las primeras estaciones de radio en Colombia. Amigo de Carlos Fuentes, ese mexicano inmortal de prodigiosa palabra con el cual seguramente armaran tertulias literarias en la eternidad. Amigo de los “buenos” y de los “malos” cuando la posibilidad de la paz en Colombia llamaba a su puerta, por ello fue criticado, las mismas veces que era elogiado.
Para ser cercano al poder omnímodo de los poderosos y sentir la angustia por las desdichas de un pueblo que lo leía “religiosamente” con las “costillas pegadas al espinazo”, en las aburridas clases de Lengua castellana de la maltrecha Educación publica colombiana y en las buhardillas izquierdistas de las Universidades que abrazaban las causas perdidas del Che Guevara y José Martí. Para ser leído por los hijos de papi de los colegios privados de la geografía elitista del país, que al comienzo lo leían con sospecha, después con escozor, para más tarde aceptarlo sin resquemores, porque leer a un Nobel de la tierrita, era sinónimo de la más alta alcurnia.
Para ser uña y mugre de la “Cacica”, Consuelo Araujo Noguera, del pontífice de las letras ancestrales de un folclor artesanal llamado vallenato, el Maestro Rafael Escalona, de Alfonso López Pumarejo, el “Pollo vallenato”, Gobernador del Cesar y después Presidente de todos los colombianos, cuarteto de oro de cuyas parrandas inmarcesibles surgió la idea de crear el Festival de la leyenda vallenata, una hiperfiesta caribeña que congrega lo más reputado de la sociedad colombiana alrededor de la música de acordeón.
Para ser el personaje caribe más universal, después el resto de los colombianos, lo acogieron sin más ni más, como el colombiano más importante sobre la faz de la tierra, disputándose tremendo honor con un negro cimarrón, que a golpe de miseria y la potencia descomunal de sus puños, hizo que el mundo extranjero ubicara en el mapa del mundo a Colombia, una madrugada fulgente de 1972 en ciudad de Panamá, Antonio Cervantes, “Kid Pambelé”. Disputándole semejante dignidad a un ciclista egregio de las montañas antioqueñas que obnubiló a mexicanos e italianos con pedalazos de oro, desmoronando los records que para ese tiempo eran de propiedad absoluta de alemanes, españoles o belgas, Martin Emilio “Cochise” Rodríguez. 
Para seguir escribiendo para que “mis amigos me quieran más”, genial respuesta entregada en una entrevista a su entrañable amigo y periodista, Juan Gossain, quien le preguntó, para qué seguía escribiendo, o cuáles eran las sensaciones personales después de recibir el premio Nobel de literatura. Para regresar a Macondo (como efectivamente lo hizo en el año 2007), y sentir la brisa de la nevada quemándole en el rostro, incrédulo ante las multitudes enloquecidas de paisanos que salían a la vera de los caminos y en las esquinas polvorientas de los pueblos bucólicos de la zona bananera, porque en ese tren adornado con mariposas amarillas hacia (y nadie lo advirtió) su viaje de despedida el hombre más grande que ha parido ésta tierra fantástica.
Para seguir al lado de Mercedes Barcha, esa musa de facciones indígenas que le acolitó todas sus ideas en la madurez, fue cómplice de sus paranoias escriturales en la juventud, proveedora de los amores más aquilatados en los buenos y en los malos tiempos, en la Cartagena que le inspiró a “Del amor y otros demonios” o desde Paris, en donde esperando un cheque, escribió la enternecedora novela de culto para todos los lectores de habla hispana, “El coronel no tiene quien le escriba”  y la dulce compañía en los ratos aciagos de una enfermedad tozuda que terminó ganándole la batalla a Gabo y dejando a Mercedes sumida en una increíble y pasmosa serenidad interior.
Como lo dijo Fidel Castro, el inefable líder de la revolución cubana, yo también quiero reencarnar en Gabo, cosa que a todas luces es simplemente un arranque de sentimentalismo caribe. Como el genio de Aracataca no habrá otro, ni si nace el mismo día o si escoge para morirse un jueves santo. Como el descomunal hacedor de historias que fue, no habrá otro, ni si el año 1982 se repitiese y un Nobel inesperado cayera en las sienes de otro colombiano. No habrá otro escritor, por lo menos colombiano, quien escoja para terminar una de sus obras más influyentes y conmovedora la palabra mierda, y que en todos los idiomas posibles en que ha sido traducida, semejante terminación de tintes coprológicos sea festejado con todos los honores literarios inimaginables.
Un hasta siempre a Gabo, el último endriago del relato latinoamericano…   




1 comentario:

Anónimo dijo...

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