Para
escribir ese vallenato de más de 300 páginas que los latinoamericanos
consideramos el catecismo sociocultural que nos representa ante los ojos del
mundo, y por el cual, un día cualquiera del remoto año de 1982, acompañado de
sus amigos entrañables, de esa música terrígena que siempre le asaltó las
nostalgias del corazón, cantada con el sabor vernáculo de la voz de Poncho
Zuleta, a esa rapsodia encantadora, llamada “Cien años de soledad”, le
entregaban un sofisticado galardón literario, de esos que todo escritor rechaza
en público, pero que adora en la intimidad, denominado Premio Nobel.
Para
seguir escribiendo a golpe de cumbia hasta los 87 años sabiendo de sobra que en
cada libro publicado sus lectores, busquen inexorablemente detrás de cada
palabra musical, de cada frase luminosa y alrededor de las metáforas caribeñas
a Remedios la bella, al Coronel Aureliano Buendía o a cualquier patriarca
latinoamericano escuchando las historias pintorescas de la bonanza bananera de
Rio frío hasta Aracataca.
Para
ser respetado por ser amigo de Fidel Castro, el dictador que se ganó el
privilegio de leer primero que nadie lo que Gabo escribía. Por ser amigo, hasta
que le propinara un puñetazo, transido de celos, por un malentendido de faldas
nunca explicado, sostiene Plinio Apuleyo Mendoza del pedante, soberbio y
ultraderechista, pero excelente escritor peruano, Mario Vargas Llosa. Amigo de
Álvaro Castaño, pionero de las lúcidas ideas que permitieron emerger las
primeras estaciones de radio en Colombia. Amigo de Carlos Fuentes, ese mexicano
inmortal de prodigiosa palabra con el cual seguramente armaran tertulias
literarias en la eternidad. Amigo de los “buenos” y de los “malos” cuando la
posibilidad de la paz en Colombia llamaba a su puerta, por ello fue criticado,
las mismas veces que era elogiado.
Para
ser cercano al poder omnímodo de los poderosos y sentir la angustia por las
desdichas de un pueblo que lo leía “religiosamente” con las “costillas pegadas
al espinazo”, en las aburridas clases de Lengua castellana de la maltrecha Educación
publica colombiana y en las buhardillas izquierdistas de las Universidades que
abrazaban las causas perdidas del Che Guevara y José Martí. Para ser leído por
los hijos de papi de los colegios privados de la geografía elitista del país, que
al comienzo lo leían con sospecha, después con escozor, para más tarde
aceptarlo sin resquemores, porque leer a un Nobel de la tierrita, era sinónimo
de la más alta alcurnia.
Para
ser uña y mugre de la “Cacica”, Consuelo Araujo Noguera, del pontífice de las
letras ancestrales de un folclor artesanal llamado vallenato, el Maestro Rafael
Escalona, de Alfonso López Pumarejo, el “Pollo vallenato”, Gobernador del Cesar
y después Presidente de todos los colombianos, cuarteto de oro de cuyas
parrandas inmarcesibles surgió la idea de crear el Festival de la leyenda
vallenata, una hiperfiesta caribeña que congrega lo más reputado de la sociedad
colombiana alrededor de la música de acordeón.
Para
ser el personaje caribe más universal, después el resto de los colombianos, lo
acogieron sin más ni más, como el colombiano más importante sobre la faz de la
tierra, disputándose tremendo honor con un negro cimarrón, que a golpe de
miseria y la potencia descomunal de sus puños, hizo que el mundo extranjero
ubicara en el mapa del mundo a Colombia, una madrugada fulgente de 1972 en
ciudad de Panamá, Antonio Cervantes, “Kid Pambelé”. Disputándole semejante
dignidad a un ciclista egregio de las montañas antioqueñas que obnubiló a
mexicanos e italianos con pedalazos de oro, desmoronando los records que para
ese tiempo eran de propiedad absoluta de alemanes, españoles o belgas, Martin
Emilio “Cochise” Rodríguez.
Para
seguir escribiendo para que “mis amigos me quieran más”, genial respuesta
entregada en una entrevista a su entrañable amigo y periodista, Juan Gossain,
quien le preguntó, para qué seguía escribiendo, o cuáles eran las sensaciones
personales después de recibir el premio Nobel de literatura. Para regresar a
Macondo (como efectivamente lo hizo en el año 2007), y sentir la brisa de la
nevada quemándole en el rostro, incrédulo ante las multitudes enloquecidas de
paisanos que salían a la vera de los caminos y en las esquinas polvorientas de
los pueblos bucólicos de la zona bananera, porque en ese tren adornado con
mariposas amarillas hacia (y nadie lo advirtió) su viaje de despedida el hombre
más grande que ha parido ésta tierra fantástica.
Para
seguir al lado de Mercedes Barcha, esa musa de facciones indígenas que le
acolitó todas sus ideas en la madurez, fue cómplice de sus paranoias escriturales
en la juventud, proveedora de los amores más aquilatados en los buenos y en los
malos tiempos, en la Cartagena que le inspiró a “Del amor y otros demonios” o
desde Paris, en donde esperando un cheque, escribió la enternecedora novela de
culto para todos los lectores de habla hispana, “El coronel no tiene quien le
escriba” y la dulce compañía en los
ratos aciagos de una enfermedad tozuda que terminó ganándole la batalla a Gabo
y dejando a Mercedes sumida en una increíble y pasmosa serenidad interior.
Como
lo dijo Fidel Castro, el inefable líder de la revolución cubana, yo también
quiero reencarnar en Gabo, cosa que a todas luces es simplemente un arranque de
sentimentalismo caribe. Como el genio de Aracataca no habrá otro, ni si nace el
mismo día o si escoge para morirse un jueves santo. Como el descomunal hacedor
de historias que fue, no habrá otro, ni si el año 1982 se repitiese y un Nobel
inesperado cayera en las sienes de otro colombiano. No habrá otro escritor, por
lo menos colombiano, quien escoja para terminar una de sus obras más
influyentes y conmovedora la palabra mierda, y que en todos los idiomas
posibles en que ha sido traducida, semejante terminación de tintes coprológicos
sea festejado con todos los honores literarios inimaginables.
Un
hasta siempre a Gabo, el último endriago del relato latinoamericano…
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