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sábado, 12 de diciembre de 2009

ANDA POR AHÍ (Intrarrelato)

Me enseñó muchas cosas que siempre insistió en que serían importantes para mí. No lo decía como hoy yo lo escribo. Lo expresaba a su manera. Nunca fue el más didáctico, más bien era difícil comprender lo que quería decir. A penas ahora lo entiendo. Me enseñó a entrecruzar los hilos frenéticos de los secretos para conseguir novia. A veces con dulzura y paciencia. En otras ocasiones con la dureza del hermano mayor: “¡marica, las cosas son así!”. Me enseñó a pelear a “muñeca limpia” con la depurada técnica del boxeo aprendida en las madrugadas pueblerinas siguiendo las contiendas de Kid Pambelé en el viejo televisor del viejo Saúl Laguna, o en el aparato mágico del más famoso farmaceuta del pueblo: Carlos Brito. Me llevó de la mano para que aprendiera a jugar ese raro deporte de la cesta, que introdujo a nuestro terruño el profesor Norman Romero y la bellísima María Luisa López. Yo quería ser delantero del equipo de Leoncio Montaño, pero en cambio él me veía como un gran alero de la selección de basquetbol del pueblo. “El baloncesto es de inteligentes”: Me repetía con insistencia y yo le creía. Fui las dos cosas. Porque hacer las vainas a mi manera y encontrarme ahogado río arriba, era una manera esplendida de expresar mi rebeldía. No sé frente a qué, ni a cuenta de qué, pero era, para ese tiempo y todavía hoy, orgásmico.
A pesar de los 5 años de edad que nos separaba, él se las ingenió para ser un hermano y no un papá en miniatura. Igualmente, yo me las arreglé para ser más que el hermano menor, una especie de cómplice en sus actividades adolescentes. Quizás a través de mi pudo poner en práctica todo aquello que la recia disciplina de nuestro padre no le permitió. Me enseñó a pelear sin odios y sin motivos: “solo para practicar lo enseñado”. Me enseñó a enamorar a niñas sin que me gustarán con la misma teoría: “es para que vayas viendo cómo funciona el mundo femenino”. Jugué baloncesto a su lado por darle gusto, al comienzo, después terminó gustándome incluso más que a él, y desde luego, para cuidar a mis hermanas del acoso masculino, por encargo de nuestro padre. Nos sometimos a la férrea disciplina y a las órdenes autoritarias de nuestro papá trabajando en las haciendas algodoneras y algunas veces en las rudas labores de la pequeña finca de la familia. Para, según la errática teoría de nuestro padre, “hacernos hombres”, pues para él, la hombría tenía una relación directa con las tareas rústicas del campo. Obviamente, mi hermano, era mucho más voluntarioso que yo. Incluso, sumiso a los indiscutibles razonamientos que provenía de la autoridad paterna. Yo, para esas prácticas, era más bien poco hábil. La pasamos bien todos esos años. Estudiando, jugando, trabajando, viviendo… En ese tiempo aún se podía.
Pero por razones de formación educativa mi hermano se trasladó a Barranquilla y a La Paz a continuar los estudios secundarios. Eso lo convirtió en el hermano mayor que se daba el lujo de instruirse en una ciudad gigantesca a la que poco conocía. Alardear con mis coterráneos de ese “lujo”, hacía cada día más evidente la admiración que sentía por él. Ése es el hermano que yo recuerdo siempre. Después sé que se hizo Contador público, un profesional exitoso, construyó una familia y vivía… Nos reuníamos y recordábamos las cosas buenas. Cualquier día nuestra madre se marchó y la familia se dispersó estando cerca. Mi mamá era el nexo. El polo a tierra. Sin decir nada. Era reverencial. Y, él, intentaba cada fin de año, reunirnos y ratificarnos las presunciones de nuestra madre. Siempre llamaba e invitaba. Siempre con su sonrisa de niño. Siempre hablándonos de la fuerza de la familia. Siempre queriendo ser el nexo y lo lograba. Un ser humano descomplicado que dentro de sus contradicciones y defectos normales no le hacía daño a nadie. Ese es el hermano que yo recordaré siempre.
Pero la muerte es un pájaro negro que se burla de los formulismos estoicos de la inmortalidad. Tan gracioso e injusto: “solo Dios es inmortal” (Timoteo 1:17). Cómo hizo para conseguir tal privilegio en el cual no creo. Un asunto para una discusión bizantina sin salida posible. El pájaro negro no posee ni la guadaña, ni se presenta vestido de esqueleto. No trae un reloj de arena. Simplemente se posa por ahí y canta melodías infelices. La muerte toma lo que quiere. Lo que sigue si es escatológico. Lo que hago en este momento yo. Los que estamos cómodamente acá. Algunos expertos en idiotez humana, dicen que la comodidad solo la da la muerte, obviamente su equivocación es exacerbada, no porque yo lo diga, sino porque la vida es lo único valioso que realmente posee el ser humano, lo demás es pirotecnia verbalística que no convence a ningún aspirante a estúpido.
El hermano que yo recuerdo era silencioso y distante a veces. Pero hermano en todo el sentido de la palabra. No estaba en las fotos proverbiales. Ni en los abrazos memorables. Ni cuando se le necesitaba. Pero era el hermano que siempre desee tener. Respetuoso de los éxitos y de las equivocaciones. Jamás juzgaba. No estaba, pero siempre estaba. Cuando todo iba bien: la llamada llegaba. Cuando todo iba mal: no hacía coros. Ese es el hermano que siempre recordaré.
Como mi madre, pienso que no ha muerto. Tengo la intima percepción de sentirlos cerca cada noche. Para mi están en una especie de paseo infinito. Mi madre sonriendo con su acento guajiro marcado en sus ademanes de matrona temperada. Buscando la manera de vernos felices: me sigo preguntando si esa fue su única misión en la tierra. Sin dejar escapar una queja. Sin expresar un agravio a nadie. Escurriendo bondad sin pregonarlo, sin reclamar las charreteras de los halagos que acrecientan la vanidad. Creo que sigue por ahí alargando con sus oraciones memorizadas de su bondad, la vida necesariamente agradable que llevo. Y mi hermano, seguramente, recordando lo bien que la pasamos. Enseñando a cuanto ángel desmañado se le cruce en el camino los secretos para dar un buen beso. Todas las clases de besos, con los códigos semánticos aprendidos en las revistas desvencijadas de mi padre. Diciéndole con su pedagogía enrevesada el lugar en donde se colocan las manos en un abrazo de amigos, de novios, de amigos especiales, en fin. Enseñando a boxear sin rabia a los arcángeles con los postulados de Pambelé, para que quizás disputen algún campeonato en el cielo, y quien quita, para que les diga en el oído, como a mí: “fresco, que si yo veo que te van jodiendo, yo me meto y le doy con todo a ese Hijueputa”. No sé sí a los ángeles inexpertos en las lides del amor, también se dé el lujo de decirles, como a mí: “el beso es en la boca, marica, en la boca”. Organizando la selección de baloncesto para mamarle gallo a un colesterol en 200 y pico, y discutiendo con no sé que santo, el color del uniforme del equipo y la edad de las porristas que animarían los triunfos del quinteto celestial. Discutirá civilizadamente con los árbitros, pero aceptará los resultados del juego. Si no peleó aquí por nada, menos allá por nada. Tomará cerveza con los contrincantes ocasionales y firmará la revancha para el próximo sábado en cancha neutral sin el mínimo asomo de odio. Sin duda alguna ese es el hermano que siempre recordaré.
La verdad no siento odio. No posee mi alma indignación. La rabia no sirve como respuesta. No sé que significa la venganza, jamás he tenido un arma en mi mano y pienso que la violencia no hace parte de mi alfabeto personal. Cualquier explicación sobre su muerte es ecléctica, pero no la entiendo ni hoy ni nunca. Me enseñó cosas de hermano mayor, pero nunca adoptó esa ridícula pose. Anda por ahí, de centinela de la familia. Reuniendo parabienes para todos sin escatimar esfuerzos: como el nexo que quiso ser y lo consiguió. Muchas de las cosas que sé, las aprendí de la simpleza de sus enseñanzas, de la fragilidad de sus teorías y de la diafanidad de su alma. Para mí fue bueno por los cuatro lados y eso indica que mi hermano mayor, lo era para la mayoría que lo quiso y lo ha de seguir queriendo por mucho tiempo más. Como sigues acá, te digo, solamente: “quiubo, manito, ¿y cómo va todo?” Y, tú, me contestarás, seguramente: “¿y qué manito, y la mujer y las pelás?” Hablaremos de todo y tratarás de cuadrar otro encuentro familiar. Como el nexo que siempre quisiste ser y que ahora dejaste de ser.

A Aycardo Ospino Zárate,
Infinito y trascendente
 
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