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viernes, 11 de diciembre de 2009

ME SUPO A ROSAS (Cuento)

-Vengo por el beso prometido- Le dije, mientras el ascensor ronroneaba. -No te lo mereces- La lengua viajaba por el filo de la dentadura de pedernal. La saliva sabía a cigarrillo importado. El ascensor se movía frenéticamente y el taladro avanzaba sin estrépitos. 6, 7, 8, 9 y 10. -Te tomaste la neogynon- Le dije, aun con el amor floreciendo de la boca. –Obvio: el palo no está pa cuchara- Me contestó, recogiendo con evidente inconformismo, cargado de sarcasmo, poco justificado, el hilo dental morado y los brasieres rosados. –Contento, no- Me dijo con un rasgo de rabia poco creíble -Contento de qué, de haberte dado un beso- Le contesté (ignorando lo esencial) sin darle importancia, a algo que las mujeres siempre le dan importancia, así sea la trigésima cuarta vez que lo hagan. –No solo fue un beso, desgraciado- Comenzó a fingir un llanto pequeñito. Lo presentía. Ahora solo falta que diga que era virgen. No le presto ni pizca de atención al llanto caprichoso, es más pienso que es el ronroneo del viejo ascensor. Piso 14. –Y, ahora qué, mi amor- Me dijo, melosamente, cambiando discretamente racionalidad femenina por coquetería ancestral, dejando escapar un poco de desnudez por la entrepierna recién conquistada, ante la proximidad de irme. -No sé, tú dirás, cuando nos vemos- Le dije, sin esperar una fecha inesperada o una dirección inexistente como respuesta. Piso 15. Le regalé el que creí también el mejor de mis abrazos. Supongo que sintió lo mucho que la quería por la fuerza corpórea concentrada en la lamida de su lóbulo izquierdo. El suspiro enloquecido saltó del alma y por poco me hace aplazar mi marcha hasta el piso 25. La mordisquee con pasión y dejé que mis labios vagabundearan en círculos por sus mejillas. Parece que hubiese jugado 10 partidos de fútbol sin descanso y marcando a Didier Drogba, el incontrolable delantero marfileño del Chelsea de Inglaterra. –Te quiero, papito- La escuché susurrar con el erotismo en erupción. -Yo más, preciosa- Y le enrosqué un beso infinito en los dedos, voltee sin simular nada y se lo hice llegar en estricta línea recta, mientras el viejo ascensor se cerraba. Forcejeó con perseverancia en la puerta enmohecida y fue recibido por los labios sin labial aún entreabiertos.
Jamás la volví a ver. Sigo visitando el viejo edificio persiguiendo sus olores primitivos en la recia humedad del ascensor. 6, 7, 8, 9 y 10. Y nada. Sudo con el calor infernal de su cuerpo amarrado con los hilos secretos de la sangre. Salgo con sus besos pegados a mis comisuras para regresar obsesionado el medio día siguiente. El guachimán me ve y se sonríe. Observo un airecito de lástima en su semblante que me emputa. –Hijueputa mata pato- Le digo, sin decir nada. 8 semanas y nada. Y el guachimán, me dice: -se fue maestro, era buen polvo, pero ya no está, yo sé cómo funciona eso- La burla iba de oreja a oreja. –Calzones morados y sostenes rosa: si o no- La rabia subía por la ingle. –Te quiero, papito- Las orejas estaban recalentándose. –Pobre, marica, iluso. Ja, ja, ja…- Paso frente al viejo edificio siempre. Escucho los jadeos adoloridos a veces y llenos de satisfacción en otras explícitos de la desconocida que me desquició de amor por varios meses. Escucho el Hijueputa, “te quiero papito”, de la boca seductora de la desconocida y de la jeta sin dientes del degenerado guachimán que se sigue burlando. 6, 7, 8, 9 y 10. Ahí está el hilo morado y los brasieres rosados. La entrepierna fascinante flagelada por el jinete estúpido que sueña con volver a descubrir su propio Dorado. Ahí está el beso demencial entrando sosegado por la puerta desvencijada del ascensor. La carcajada mordaz pasa sin remordimientos por la boca ácida del guachimán. “Ay dímelo en la cara, dímelo de frente, si ya no me amas, dilo de una vez, no estás amarrada, puedes defenderte, si algo no te agrada, o en que te fallé. Hasta donde sé, yo vivo por ti, me muero por ti, eres mi mundo. Hasta donde sé, me he portado bien, siempre he sido fiel, eres mi orgullo” A lo lejos la voz de Peter Manjarrez discretamente degrada y humilla mi orgullo masculino. Lo hace con el peor de los venenos: haciéndome creer que no hice lo que tenía que hacer, cuando yo pensaba que era la última Coca-Cola del desierto, en ese inaprensible arte de satisfacer a las mujeres. “Si nunca te hizo feliz, todo lo que yo te di, porqué me llamas. Si prefieres repartir, tu cariño por ahí, no hay palabras. Si decidiste darte un revolcón, con alguien porque te provoca, y al día siguiente sin ningún dolor levantarse como si nada. Vivir de vacilón en vacilón porque eso es lo que está de moda, perder tu juventud sin un amor que de verdad te de la talla, pero si yo, te pido el sol, tú me lo bajas” A lo lejos Silvestre Dangond coloca discretamente en el cerebro de mi ego, toda aquella letanía que le quisiese cantar a esa desconocida que me hizo añicos el corazón, y cantársela también al Hijueputa guachimán que aún se sigue burlando con el burdo cántico: “calzones morados y sostenes rosa” El malparido acompaña la perniciosa letra con la imitación perfecta del ronroneo del viejo ascensor, y como si fuera poco, el resto de la escritura musical que no puede memorizar, la silba con sonidos guturales que escapan de la cueva sin dientes y pestilente, que al parecer también acariciaron a mi hermosa desconocida.
Si me tomo una Reed: el dulce de los prejuicios masculinos me enerva. Si me tomo una Buchanan: pongo en peligro la estabilidad alimentaria de 2 semanas. Me voy a dormir. A soñar con la despampanante desconocida que me saqueó el tesoro quimérico de mi tranquilidad. O a tener pesadillas dantescas, con las bromas arteras del miserable guachimán que se tiró también a mi hermosa desconocida. En el sueño lo maté. Y me supo a rosas.
 
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