Conozco muchas personas que saben mucho, pero piensan poco. Los hay esparcidos en todas las profesiones del imaginario cognitivo. En los cargos más distinguidos y en las dignidades más encumbradas. En los círculos sociales más flemáticos y en las tertulias políticas de mejor alcurnia. Incluso provienen de las instituciones educativas más reconocidas y sus resultados en las pruebas de estado demuestran que son por lo menos superiores al promedio de sus congéneres. Saben de lo divino y lo profano. Memorizan todas las ciudades capitales del mundo, manejan a la perfección algunas operaciones mentales, tienen disciplina para los asuntos laborales y poseen una gran aptitud para abordar los sinsabores que les presenta cualquier faena cotidiana. Saben la disciplina a la cual le han dedicado muchas horas de estudio, pero indiscutiblemente, piensan poco. O, piensan, con sesgos, dramáticamente inconcebibles.
Toda ésta reflexión indica que la escuela poco a poco fue perdiendo el patrimonio de la construcción individual y colectiva del pensamiento humano a través del tiempo. A espaldas de los docentes, del currículo y de la sociedad. En cambio, los gobiernos en representación del estado, sí tiene claro que lo más importante, es que los niños y jóvenes tengan acceso a toda información posible, que obedezcan los dictámenes esgrimidos por los programas estatales sin chistar, que repitan y mecanicen incesantemente las fórmulas para ser un buen ciudadano sin objetar nada y, por supuesto, que crea en todo aquello que se le ordena, sin importar que lo absurdo sea la medida real de lo que sucede. ¿En qué momento la escuela perdió ese activo trascendental? Supongo que cuando empezó a obedecer todos los exabruptos mercantilistas impuestos por las autoridades del gobierno, respondiendo al mandato de la banca multilateral que ordena recortes para el sector educativo, sin decir nada, o diciendo muy poco. Supongo, también, cuando los maestros se dedicaron a “dictar” clases sin sentido, a llenar cuadernos de datos inútiles, a preparar estudiantes para “ganar” una prueba, a entrenar niños y jóvenes para “promoverlos” dentro de un sistema educativo, previsto para que estos desarrollen una tarea formal, un trabajo para sobrevivir, para respirar. Supongo, además, cuando la escuela convirtió en importante la información lacónica avalada por la dictadura de la legalidad. Cuando privilegia los resultados efímeros obviando la reflexión mesurada de los procesos. Cuando abandona el estudio de los conceptos estructurales del pensamiento, para dedicarse a cumplir con los oficios propios del currículo establecido. Como un obrero común y corriente. Aplicando las recetas dogmáticas del empleado que labora por un salario mediocre. Cuando, por supuesto, las instituciones educativas confundieron su papel político, crítico, reflexivo y ético para construir pensamiento; con el deshonroso rol de aleccionar seres humanos para desarrollar unas estrategias gubernamentales cómplices con los altos índices de miseria, pobreza, violencia y desigualdad.
Formar una sociedad pensante requiere que las escuelas recuperen el liderazgo del pensamiento libre, tolerante, científico, ético y universal. Es imperativo, como dice, Francisco Cajiao, “promover el conocimiento universal, el progreso científico, la creación artística y la reflexión filosófica para transformar la realidad de los pueblos del mundo. Indiscutiblemente, corresponde a la escuela formar personas que piensen mucho sobre aquello que saben y lleguen a cosas nuevas que naturalmente no sabían ni tenían dónde aprender”.
Una escuela pensante, en cualquier nivel, de cualquiera naturaleza, debe tener en consecuencia maestros pensantes. Docentes que propicien los espacios conceptuales adecuados para que el pensamiento de niños y jóvenes aflore y crezca sin barreras. Donde todo aquello que se consulte, se investigue, se lea o se diga sea sometido al juicio prolongado de la crítica, la reflexión, la sustentación teórica, los ejemplos contextualizados y la confrontación argumentada de un colectivo humano que respete y tolere la posición del otro, sin acudir al improperio o la amenaza para dirimir conflictos o tomar decisiones individuales o grupales.
Las anteriores consideraciones son inocuas y anodinas sino se tienen políticas educativas públicas que gobiernen las actuaciones de un estado pensante. Un estado que promueva, insiste, Cajiao, “las múltiples maneras para que todos los pensamientos de niños y niñas encuentren espacios para crecer y fluir sin obstáculos, sin límites, sin clasificaciones y, sobre todo, sin tantas calificaciones”. La rotulación obcecada y tozuda que se hace sobre los estudiantes, implicados en evaluaciones que corresponden al pensamiento sesgado del modelo que desarrolla la institución educativa, explicitada en valoraciones que hacen prevalente la subjetividad de quien aplica la prueba, ratifica poca sensatez y escaso uso del pensamiento en las decisiones fundantes que toma la escuela dentro de la sociedad.
Mientras las grandes multinacionales de los medios de comunicación se establecieron en las instituciones educativas, el pensamiento hace antesala para regresar a la intimidad de su morada. Los maestros, mientras tanto, se divierten con un reality embrutecedor, la telenovela del momento, la última modalidad de corrupción inventada por el gobierno o el partido de fútbol del siglo. ¿Quién extenderá cordial invitación al amigo que retorna?