NACIONALIDAD: COLOMBIANA (Parte 2)
Gabriel García Márquez, nuestro célebre Premio
Nobel de literatura, cuando intenta definir la esencia de la Colombianidad lo
hace a partir de una reflexión tan honesta como traumática: “Tal vez estemos pervertidos (Los colombianos,
obviamente) por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el
cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado
una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco
más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de
lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley.
Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos
terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un
individualismo solitario por el que cada uno de nosotros depende de sí mismo”.
Ésta radiografía frenética elaborada por el alquimista de Aracataca es una
postal de ese paisaje folclórico que surge cuando se decodifica el número de la
cédula de ciudadanía de cualquier compatriota. Hace parte queramos o no de la
extensa lista de requerimientos que complementa esa canasta íntima que
constituye la esencia de ser colombianos: luchamos denodadamente por el ascenso
personal con una determinación que raya en el fanatismo, avalado por una
astucia desmedida tan útil para hacer el bien, como para desarrollar una
empresa de perversidades que nos ha hecho famosos en el feroz mundo del delito.
A los estudiantes colombianos se les ha “vendido”
(¿enseñado?) en el mismo equipaje de aprendizajes, con etiqueta de
imprescindible significados y sentidos poco confiables acerca de los conceptos
síntomas, causas, consecuencias, problemas… La mayoría de las veces estos
términos se han convertido por cuenta de “ser como somos” en los apellidos más
adecuados para acompañar los nombres verdaderos de nuestras desgracias. No nos queda duda que podríamos escribir
textos suntuosos, tesis memorables, monografías inmarcesibles e investigaciones prolijas a cerca de los
males que nos aquejan; pero preferimos concentrarnos piadosamente en los
síntomas y mirar de soslayo las causas que eternizan los males más tenebrosos.
A esta altura se podría decir sin caer en equivocaciones formales que la
palabra complicidad es un buen sinónimo para el término colombiano. Por tal
razón somos creyentes pero discriminadores, violentos y extremadamente religiosos;
todo ello controlado bajo las felonías del manto del santo oficio y nadando en
las putrefactas aguas de la más espeluznante pobreza. Ese pequeño detalle nos
ubica como una sociedad cuya marca indeleble es un modelo humano oscurantista
de “discriminación racial y violencia
larvada”; a raíz de eso en los hogares del país se están acunando homicidas
en potencia que poco a poco ubican a Colombia como el país que registra más
crímenes en contra de las mujeres en todo el mundo, por ejemplo.
Las colombianadas que producen risa y algarabía en
las redes sociales no son más que un cúmulo de ocurrencias que por su
desparpajo y naturalidad identifican la
manera como vemos y entendemos la vida. Esa cosmovisión contradictoria hace que
García Márquez argumente que, “esa
encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo
inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la
desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el
júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos
con la misma pasión con que los creamos, somos intuitivos, autodidactas
espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola
idea del dinero fácil”. Es esa la simiente inentendible para un extranjero
común y corriente de donde emerge la idolatría malsana por personajes y grupos
delincuenciales por el simple hecho de regalar una casa, construir un puente,
entregar una beca, una lista de útiles escolares o garantizar la seguridad de
una región. Acciones sociales y personales que les corresponde a la familia y
al estado. Dicho de otra manera: los malos de la película son los buenos en la
vida real. Una especie de Robín Hood a la inversa o para ser más drásticos: los
criminales re-emplazando las funciones del gobierno con dineros provenientes de
actividades ilegales, que más tarde que temprano destruirán a la sociedad que
en apariencia benefician.
García Márquez lo reitera en ese maravilloso
documento <Un País al alcance de los niños>, que sirvió de proclama y
prefacio al texto <Colombia: al filo de la oportunidad>, con el cual se
intentó hacerles entender (y no lo consiguió) al Gobierno de Cesar Gaviria
Trujillo y a todos los Presidentes del futuro, como se debía manejar la
Educación en nuestro País. Gabo cree que “somos
una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión., el
ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor
casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de
vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad
sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón”. Semejante
reflexión obliga a re-tomar el tema educativo desde lo fundamental, la cuestión
docente en calidad de asunto que debe ser re-visado con lupa, el papel de la
familia como pilar que garantice el equilibrio afectivo de la sociedad y la
función matricial del estado en el sentido que sus deberes deben estar en
sintonía con las necesidades de toda la ciudadanía.
Sabemos con absoluta certeza, en eso García Márquez
es insistente, que en “cada uno de
nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad;
somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un
leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas
sin castigo. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de
poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas
mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos
participamos de ambos extremos. Llegado el caso --y Dios nos libre-- todos
somos capaces de todo”. Contradictorios en todo. Al punto que las victimas
de una estafa social o financiera aman a quien les “robó” la respiración,
protestan para restaurar el “buen nombre” de él o la victimaria, y no dudamos
en imaginar, que si él o la victimaria lo pidiese, matarían para defender esa
causa que los perjudica.
En fin: contradictorios es la palabra que debe aparecer en
algún lugar de nuestra cédula de ciudadanía y a renglón seguido de la oración
pordiosera que adornará nuestra lápida.
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