La institución educativa moderna, la que por antonomasia le corresponde la formación humana, aquella escuela romántica e idealista de los primeros años, la de los años mozos, la de la espléndida primaria y la agradable básica y media, no es más la de antes. No por querer que siga siendo la misma. Ni siquiera por añorar su carga de violencia física y verbal; y mucho menos, por pretender eternizar sus mentiras legendarias y su pasión malsana por las cre-encias soterradas. No. Era por el encanto (a pesar de todo) de sus posturas libertarias y por la magia del aprendizaje sin límites. Era por la sensibilidad por lo creativo y la manera como acunaba el libre-pensamiento. Era por la exaltación de los derechos reclamados a punta de protesta y al calor de la movilización callejera. Era por los espacios dedicados con entusiasmo a las Bellas artes y a la dialéctica de las Ciencias. Era por el ardor suscitado en la polémica filosófica y el fragor de la criticidad atenuado en la semántica de los saberes abstractos. Pero llegaron las sesgadas pruebas SABER y de un tajo apagaron la sonrisa del conocimiento.
La palabra colega sustituyó al concepto de amistad y la espalda del compañero se convirtió en el territorio predilecto para clavar con saña los dardos de la animadversión. Las sombrías estadísticas de logros, desempeños, competencias, debido proceso y evidencias reemplazaron sin oposición alguna a los centros literarios, la feria de las Ciencias y la música celestial de las bandas cívicas. La academia le cedió su sitial omnímodo al chisme de pasillo y a la obediencia obcecada a las normas ministeriales. Las discusiones pedagógicas se fueron acallando ante la dictadura de los sistemas de gestión de la calidad y los rectores empezaron a embadurnarse de un título tan sugestivo como majadero: se sintieron gerentes. Y, obviamente, los coordinadores, de maestros de vieja data, mutaron en simples guachimanes que persiguen con sevicia a docentes mediocres y a otros que no lo son para hacerlos cumplir con la normatividad vigente. Todo está bajo sospecha y la repartición de culpas es la esencia estereotipada de la semana de “escrutinio” institucional. En las porterías de las escuelas ya existen formatos que exhiben con alevosía la hora de entrada y salida de los docentes. De un momento a otro nos graduaron de obreros de valía cuestionable. En cambio no hay un seguimiento ni un plan de incentivos serio de la producción pedagógica e intelectual de los maestros. En la mayoría de las instituciones es a mi modo de ver dogmático, por no decir perverso, colmar los tiempos libres de los docentes con todo tipo de actividades esotéricas (participación en comités esencialmente inocuos, equipos que se constituyen para no hacer nada o grupos interdisciplinarios que no poseen objetivos sensatos). Mientras tanto; pasa desapercibido totalmente, los logros académicos que los maestros alcanzan en otras instituciones, pues no hay espacios para compartirlos con los compañeros. En cambio la venta de baratijas (ollas, medicamentos, préstamos bancarios, charlas para cretinos y conversatorios fetichistas avalados por la secretaría de Educación) cuentan con la anuencia indiscutible de los directivos docentes sin chistar.
Lo anterior es estrictamente una muestra resumida de la anarquía en la que se encuentra el sistema educativo colombiano. Todo se reduce en los últimos tiempos en mantener a los estudiantes dentro de las aulas a costa de lo que sea (indisciplina, vulgaridades, bajo rendimiento escolar y fobia al estudio), sublimar los resultados de las pruebas SABER, facilitar que el 95% permanezca dentro de la institución y garantizar que los dineros que el CONPES gira a la entidad territorial por cada estudiante no disminuya. Para los ejecutivos regionales (Alcaldes y Gobernadores) la pérdida de año y la deserción escolar son variables económicas negativas; para los maestros es una problemática social que nos impide crecer como colectivo humano y para los directivos docentes es escuetamente (como para variar) responsabilidad del gremio magisterial.
Está claro que las dinámicas y las lógicas de la formación humana en Colombia significan cosas distintas para el Gobierno y para los docentes. Para el gobierno de turno, el de la unidad nacional, es perentorio que la Educación pública esté al servicio de la obediencia, la sumisión y la alienación ideológica que promulga a los cuatro vientos. Estar dentro del sistema educativo sin importar cómo, hacer uno o varios cursos en el SENA u otros institutos cómplices de la idea maquiavélica del neoliberalismo agonizante, ir a centros universitarios plagados de problemas estructurales y frustrarse frente a un mercado laboral moribundo es entre líneas lo que la clase dirigencial está propiciando con las medidas que impone en el congreso. En cambio los maestros seguimos creyendo en una Educación libre, financiada por el estado, científica, humanista, centrada en los derechos y al servicio de la sociedad en condiciones de igualdad. Un sistema educativo crítico, reflexivo, contestatario, que se movilice, que proteste, que sienta las problemáticas de todos como suyas y que no se esconda en las instituciones educativas acobardado creyéndose las mentiras que promulga el ICFES y otras entidades amangualadas con el gobierno y la empresa privada.
En este país otrora beligerante e idealista sobrevive (por fortuna) solamente el movimiento estudiantil universitario. A ellos hay que acompañarlos en sus luchas por la preservación de la Educación superior pública. O, si no, hay que cerrar el ciclo y marcharse a otros escenarios a rumiar “lo que pudo haber sido”. Quedarme (en mi caso) escribiendo sobre la naturaleza del movimiento pedagógico y su relación con el desarrollo contemporáneo o sobre las nuevas connotaciones de las didácticas modernas en el ámbito de las Ciencias, con las ilusiones a mil en el silencio del conformismo, convencido que nadie tomará en cuenta mis raciocinios, ya no es una utopía inaccesible. O, algún muchacho, que compartió discusiones conmigo me recordará con desdén e ironía, “que ya está bueno de tanta criticadera al gobierno, que le mire las cosas buenas y que deje de perder el tiempo con temas que nunca van a cambiar”. Al muchacho lo seguiré apreciando. Obviamente no le haré caso, porque (entre otras cosas) no es mi fuerte.
Talvez seguiré escribiendo poesías y algunos eruditos dirán que eso no es lírica, o cuentos y ensayos para que el muchacho al cual le di clase un día que no recuerdo se siga amargando la vida con lo que voy a seguir haciendo siempre. Otros amigos que no saben nada de omnisciencias bucólicas se sentirán muy orgullosos del escritor que ni siquiera sé si soy. Quizás siga orientando conferencias y charlas en instituciones educativas de pueblos y veredas en donde no saben dónde queda la Escuela de Frankfurt y confunden deliciosamente a Frida Díaz con Frida Kahlo. Iré a escuelitas en donde la luz eléctrica es una sofisticación presuntuosa y mi presencia más que despertar reconocimiento pedagógico, imana una admiración irrelevante que diviniza el discurso y lo vuelve miserablemente “omnipotente”.
O, quizás, me quede. Acobardado: pensando que puedo aportar más. Amedrentado: sabiendo que el ciclo terminó y me lo sigo negando. Lo que sea, lo que imagine, lo que reflexione, lo que esté pensando hacer… Páselo por escrito: es la nueva forma de hacer apología al enfermizo lenguaje de las relaciones escatológicas patrón-obrero. Síntesis apocalíptica del afectuoso trato entre los actores principales del más importante de los procesos humanos: el de formación.
martes, 1 de noviembre de 2011
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