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lunes, 26 de abril de 2010

Educación integral, educación universalista o educación inteligente: Mitos y realidades de los PEI. (Articulo)

Desde los argumentos de algunos expertos en temas educativos ofrecer una gama de áreas y asignaturas en un proyecto de vida escolar no basta para hablar de integralidad. Para Francisco Sierra, investigador del Centro Institucional de Valores de la Universidad del Valle de México, “la educación integral es la parte esencial de todo modelo educativo, por tanto, esto supone que la familia del estudiante es la primera que educa integralmente al proporcionarle satisfacción a sus necesidades globales y, practicando con él y en él, los valores universales de la libertad, la justicia, la verdad y la responsabilidad, que son algunos de los pilares comunes en donde se soporta la oferta de formación humana de toda institución educativa”. En efecto, el concepto es más plurisemántico y político, que didáctico y economicista. Va más allá de integrar las ciencias puras con la discursividad comunicacional, es más fundante que aumentar las horas reales de clase de una segunda lengua por los caprichos del libre mercado; sin duda alguna, no se trata solamente que los estudiantes puedan asumirse a sí mismo desde las lógicas de las aldeas globales, ni que niños y jóvenes sean interlocutores válidos de la mayoría de los bienes conceptuales que se producen en todos los rincones del planeta: es a grandes rasgos, una frase pintoresca que impide activar las especializaciones en la formación humana sin perder de vista claro está, los conocimientos básicos que deben fortalecer los insumos primigenios que aporta la familia. No se puede caer entonces en la falacia histórica más luminosa de la educación integral: en la escuela se enseña de todo, pero no se aprende de nada.
Nadie como el escritor mexicano Carlos Fuentes define de mejor manera el trasfondo consustancial de la educación integral: “pienso en educación y pienso en una cultura de la legalidad que despida para siempre la incultura de la arbitrariedad. Pienso en educación y pienso en tolerancia. Pienso en educación y pienso en experiencia. Pienso en experiencia y pienso en destino” Entonces el fracaso de la educación integral no está en si misma, en algún momento las facultades de Educación y las Escuelas normales con sus docentes a bordo se jugaron a fondo por los temas coyunturales que exigían las distintas entidades financieras del mundo, socavando irremediablemente los tesoros de la cultura, de la tolerancia, de la experiencia, de la honestidad y de la legalidad. Las narrativas maquiavélicas de la competitividad, la guerra y la globalización invisibilizaron los propósitos reales de la formación humana, para darle entrada triunfal a la injusticia, el abuso, la discriminación, la falta de respeto a nuestros conciudadanos y sobre todo a la corrupción, que es la forma más brutal de eternizar la pobreza y la miseria. Los docentes no nos dimos cuenta que detrás de cada malla curricular nos esperaba y nos espera aún la fiesta de la reflexión, de los argumentos, de la crítica, de los consensos, de la deliberación. Preferimos lo más sencillo e inicuo: dictar contenidos anodinos, preparar a nuestros estudiantes de todos los niveles y pelambres para “ganar” una prueba y, lo más triste, convertimos la magia de las matemáticas, la dulzura de la poesía, lo placentero de la física y el gozo de la ética en un escenario de horror. Al mismo tiempo, la escuela se erigía como una institución caótica incapaz de eliminar la desigualdad, la violencia y los vicios imperturbables de la estigmatización a los que piensan distinto. Reproducía al pie de la letra la segunda falacia, la más cobarde: la letra con sangre entra.
Se piensa con desespero que nuestros estudiantes necesitan una educación universalista y los PEI articulan de forma desenfrenada todas las temáticas que fungen en calidad de modas en aquellos países que de una u otra manera se desarrollaron a partir de ingeniosas reformas educativas. Pero acá no funcionan. No se trata, insisto, en mirarnos en los espejos exitosos de otras sociedades, cada pueblo tiene sus propias cosmovisiones y angustias que deben ser resueltas con dinámicas creativas pero propias. Los mejores especialistas en Lenguaje, geometría y química deben estar en la básica primaria; el gobierno lo sabe, los maestros también. Los que saben escribir y sus producciones son publicadas en medios reconocidos deben enseñar la magia de la escritura en los primeros años, los que más y mejor leen formarán a los mejores lectores y, los que privilegian el pensamiento sobre las demás formulaciones de la retórica deben revivir el sendero de la cognición. No importa mucho saber cuál es el nombre del presidente del Banco Mundial, interesa enseñar que esa es una entidad que empobrece a los países vulnerables. Es inocuo que los estudiantes reconozcan donde termina Colombia y donde comienzan el territorio de nuestros vecinos, importa que aprendan que bajo ninguna circunstancia un país deba agredir al otro y, por supuesto, es estúpido que aprendan las estadísticas de la pobreza en América latina, es imperativo enseñar la diferencia entre víctimas y victimarios; pero aún más importante: que sepan que la educación es la única herramienta para desactivar las causas escalofriantes de la desigualdad que propicia la pobreza. Eso es a mi modo de ver, educación universalista.
De alguna manera la educación integral y la educación universalista son muy buenos insumos de lo que algunos teóricos denominan: educación inteligente. No es cuestión de etapas que cumplir, ni caminos que recorrer. Ni fases necesarias para llegar a algún sitio y, por supuesto, no se trata tampoco de complementos fantásticos para que el brebaje chamánico cure la enfermedad. Una educación inteligente se robustece de un saber, un hacer y un lugar. Un saber flexible, crítico, honesto y civilista: que tenga fines colectivos y beneficios estructurales. Un hacer productivo, ético, plural, respetuoso y agradable: que tenga propósitos factibles y valores agregados equitativos. Y un lugar, no importa el tamaño, desde donde los valores ambientales puedan ser presentados como la mejor oferta para desarrollar el bienestar humano desde todas sus manifestaciones científicas, culturales y sociales.
La educación inteligente no necesita de docentes que sean exactamente magos del conocimiento. Es obvio un maestro común y corriente: autor y provocador de materiales conceptuales disponibles para el debate y que con ellos enseñe a vivir. Que trascienda las esferas del currículo y que propicie consensos en las pequeñas cosas y en los grandes desafíos. Que parafrasee a Jim Morrison: “prohibido prohibir” sin ninguna clase de prejuicios o temores. Pero ante todo, que sea experto en lo que sabe y hace; es decir, que cambie por un instante los textos indispensables de su disciplina y enseñe desde sus convicciones. Que sepulte sus creencias más sublimes y converse con sus estudiantes sobre una educación liberadora y abierta. Que sepa que más allá de la escuela, la educación sigue inacabada, en obra negra y esperando el nuevo debate que impulse la siguiente discusión entre una masa civilista, que pueda regresar el lunes a la escuela con las valijas llenas de alegría a extender la utopía de hombres y mujeres: la formación humana. Más allá, incluso de los rutilantes e inoperantes PEI.

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