Santiago para llegar a su salón de clases necesitaba por lo menos de doscientas de sus pequeñas zancadas para cubrir la distancia entre el portón metálico y sus sueños. Aquel era el último día de clases. Ya no habría más madrugones, ni más repetición de vocales. Tampoco los cánticos de ronda, ni los regaños cotidianos que colocaban a la “seño” Lucenith al mismo nivel de mi mamá. Extrañaría, sin duda, a los alumnos del bachillerato volándose por el enrejado después del sonido del timbre, burlando al coordinador que más tarde los enviaba a casa por la falta cometida. Me harán mucha falta los juegos en la arena y el goce indescifrable descubriendo el tamaño de los dolores del mundo, la merienda cruda y las mañanas coloreadas en que fui castigado por no hacer las tareas. Extrañaré a la “seño” con sus hermosos ojos verdes y la dulzura de las cosas que me enseñó, sus consejos que poco entendía y aquella sonrisa de niña que la hacían parecer más joven de lo que era. Extrañaré el llanto pícaro que justificaba mis travesuras y luego la mentira “fresca” que arreglaba todo, para seguir haciendo lo de siempre y recibir por ello los mismos castigos o las mismas congratulaciones. Seguramente el año entrante iré a la primaria del “Valle Meza”, en la plaza del 12 de Octubre. Y cinco años después, si me porto con juicio, volveré al “Leonidas Acuña”. Volveré por mis sueños. Quizá ya no esté Fabiolita, la niña más linda del curso, a la cual juré amor eterno, pero jamás me alcanzó el tiempo para decírselo. Tampoco estará Felipe, mi llave. Tan, pero tan mal estudiante, que a no ser por la benevolencia de la “seño”, aún estaría repitiendo el preescolar por cuarta vez con una despreocupación a prueba de todo. La “seño” Lucenith seguramente se habrá pensionado y los nuevos maestros es posible que ya no sean como los de ahora.
El viento deshoja mis ilusiones, coloco mis manitas dentro de los bolsillos y escucho cabalgar los potros de la desesperanza en el fondo del alma. Envuelvo sin cuidado alguno el diploma que me otorgaron por mis buenas calificaciones. Seguramente la señora Martha, o sea mi mamá, me preguntará por las tareas del día, no se ha enterado todavía que soy un egresado del preescolar de este país. Y no es que no le importe. Es que sin duda siempre habrá algo más trascendente para una señora que lucha contra la miseria día a día, que el inefable grado de preescolar de su hijo de seis años. Yo la entiendo. Hola mijito, ¿cómo le fué en la escuela?
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